Hoy pensamos en un banquete y se nos hace agua la boca al pensar en manjares, abundancia y diversión.
Pero en el Renacimiento, un banquete era un asunto bastante serio, que implicaba preparativos extensos, un menú respetable, representaciones teatrales, música, baile e incluso una justa.
El banquete de bodas organizado para la unión entre Alfonso II duque de Ferrara y Bárbara de Habsburgo, celebrada un frío día de diciembre de 1565, pasó a la historia. Todos hablaron de eso durante años.
Un taller de Faenza elaboró cientos de mayólicas con el escudo de armas de los recién casados, mientras que en las mesas de los invitados se colocaron cuberterías y palanganas de plata. Una memorable representación de la caballería entusiasmó los ánimos de los asistentes a la ceremonia, e incluso el salón para el largo almuerzo se acondicionó de forma original.
Los invitados se encontraron sumergidos en un fondo marino con rocas brocadas y cojines bordados con pan de oro. Los sirvientes tenían libreas turquesas también adornadas con escamas doradas, manteles y centros estaban bordados con las olas tumultuosas del mar más profundo, pobladas por monstruos marinos, tan aterradores como ricos en detalles. Las servilletas estaban cuidadosamente dobladas en forma de los más variados tipos de pescados y la mesa parecía vivir vida propia mientras los vasos y jarras reflejaban el parpadeo del oro, los cristales, los hilos de plata y los rasos azules.
Lamentablemente, la mala suerte golpeó la boda de inmediato: el banquete se vio interrumpido repentinamente por la noticia de la muerte del Papa Pío IX y Bárbara, la novia, murió poco después de tuberculosis sin dejar heredero.
Pero el recuerdo de la fiesta de bodas fue ciertamente difícil de borrar de la memoria de todos los que asistieron al evento único.